La decisión más valiente fue cuidarme a mí misma
- Camila Gaitán Mosquera
- 20 jun
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 17 jul

Nunca imaginé que el trabajo, algo que durante años había sido fuente de orgullo y propósito, se convertiría en el epicentro de mi dolor emocional. Pero así fue.
Lo que parecía una buena oportunidad se transformó poco a poco en un entorno que minaba mi energía y mi autoestima. Y lo peor: tardé mucho en darme cuenta de lo que estaba pasando, porque nos han enseñado que rendirse está mal, que pedir ayuda es debilidad, que aguantar es ser profesional.
El entorno que me rompió
Trabajaba bajo un sistema de micro-management constante, donde cada detalle era revisado, cuestionado, controlado. No había espacio para crear, para proponer, para equivocarse. Las decisiones se centralizaban, la autonomía desapareció, y la sensación de estar constantemente evaluada me generaba una ansiedad que se fue acumulando en silencio.
Estaba en una organización con una comunicación hostil. Reuniones pasivo-agresivas, reproches públicos disfrazados de feedback. Nada de lo que hacía era suficiente. Nada era valorado. Me fui apagando sin darme cuenta. Dejé de confiar en mí.
La caída
Llegó un punto en el que no quería levantarme de la cama. Literalmente. Abría los ojos a las 5:00 am con una angustia tan intensa que lloraba en silencio para no despertar a mi hija ni a mi esposo. El desayuno se convirtió en un momento de llanto contenido. Me forzaba a sonreír por fuera, pero por dentro estaba rota.
Perdí 5 kilos en pocas semanas. Me sentía débil. No comía bien. No dormía bien. No disfrutaba nada. Ni siquiera podía conectar con mi familia, y eso fue lo que más me dolió: ni mi hija ni mi esposo lograban sacarme de ese pozo. Me sentía inútil, incapaz de hacer algo bien. Empecé a creer que yo era el problema, que no servía para nada, que todo lo que había logrado hasta ahora había sido suerte.
Y entonces, tomé una decisión valiente: aceptar la baja médica.
El momento de quiebre… y de reconstrucción
Esa baja no fue un descanso. Fue una crisis existencial. De repente tenía tiempo, pero no tenía energía. No tenía ganas. No sabía por dónde empezar. Lloré cada día, por tres semanas consecutivas. Pero algo dentro de mí decía: no puedes quedarte aquí para siempre. Empecé por lo básico. Por el cuerpo. No porque creyera que me iba a “curar”, sino porque era lo único que podía controlar.
1. El deporte: movimiento como medicina
Al principio solo salía a caminar. Me obligaba a salir aunque no quisiera. Luego empecé con baile suave, a veces con videos de YouTube. Después, con el paso de las semanas, fui recuperando la fuerza para hacer algo más intenso: entrenamiento funcional, pequeñas rutinas de fuerza. No era constante, pero cada vez que me movía, mi cuerpo me devolvía un poco de vida. Sudaba tristeza y respiraba esperanza.
2. Alimentación: volver a nutrirme
Recuperé el apetito lentamente. Pero el apetito consciente. Antes comía porque era la hora del almuerzo o del desayuno. Dejé de comer por ansiedad y empecé a comer por cariño a mí. Aprendí a preparar comidas más nutritivas, con ingredientes reales. Descubrí que cocinar con calma también era parte de la terapia. Empecé a escuchar a mi cuerpo: qué me pedía, qué le hacía bien, qué me quitaba energía.
3. Suplementos: apoyo para el sistema nervioso
Incorporé magnesio, que me ayudó a relajarme y a dormir mejor. Mi cuerpo estaba en un estado constante de alerta, y este suplemento fue como un bálsamo suave que me devolvía el descanso. También probé ashwagandha, una raíz adaptógena que había leído que ayudaba a manejar el estrés. Me sorprendió positivamente: me dio claridad mental, menos ansiedad, y sobre todo una sensación de que podía enfrentar el día sin colapsar.
No fueron milagrosos, pero fueron aliados en el camino.
Disciplina, no motivación
No siempre tenía ganas. De hecho, la mayoría de los días no quería hacer nada.
Pero lo hacía igual. Porque entendí que la motivación no siempre llega, pero la disciplina sí puede sostenerte cuando todo lo demás falla.
Fui armando una rutina: moverme, comer bien, dormir a las mismas horas, meditar (aunque solo fueran 5 minutos), escribir un poco, leer. Cuidarme se convirtió en una forma de resistir. Y luego, en una forma de vivir.
El cambio profundo
Hoy, meses después, puedo decir que me siento un poco más reconstruida. Sigo en proceso, por supuesto, pero ya no estoy en ese pozo oscuro. Ya no me siento inútil. Ya no lloro todos los días al despertar. Vuelvo a disfrutar a mi hija, a mi esposo, a mi vida.
Recuperé mi voz. Recuperé mi fuerza. Recuperé mi capacidad de elegir. Y sobre todo: me recuperé a mí.
Si estás ahí, no estás sola
Este post no pretende dar recetas mágicas y cada cosa que consumas consúltala con tu médico. Cada proceso es único. Pero si estás pasando por una depresión laboral o emocional, quiero decirte esto:
👉 No eres débil.
👉 No estás rota.
👉 No estás sola.
👉 Y no es tu culpa.
Y sí, se puede volver. Con ayuda, con amor, con disciplina, y con pequeños actos diarios de cuidado, puedes empezar a sanar. Porque aunque no lo parezca: todavía estás aquí. Y eso ya es un acto de valentía.
Comments